viernes, 19 de febrero de 2010

Las apariencias de la santidad

“El hábito no hace al monje”, dice el refrán. Parece que esto es cierto cuando observamos que muchas veces nos vestimos con ropajes que nos dan una apariencia de santidad, pero nuestro corazón (léase como las intenciones, las decisiones o la determinada voluntad de nuestro ser) está en otro lado.

Así me lo imaginé, y me sirvió para examinarme, cuando se destapó la olla sobre el verdadero rostro de Laura Vicuña, la niñita en proceso de santificación por la iglesia católica chilena. La cuestión es que esto de las “apariencias de santidad” es un problema de evangélicos, católicos y protestantes.

La chica es patrona de las causas de abusos, pues siendo niña se enfrentó a su madre, por la convivencia con un hombre que, además, agredía físicamente a Laura. Finalmente, muere de una enfermedad. A partir de ahí, se crea una imagen de esta niña, acompañada de ilustraciones que la muestran con un rostro angelical: trigueña, ojos claros, piel blanca, rostro refinado, onduláis.

Pero en algún momento su rostro verdadero saldría a la luz. No podía ser más chilena: negrita, facciones mapuches, mirada hosca. Todo lo contrario al estereotipo de la “apariencia de santidad” con que nos han tratado de hacer creer.

Ese es el punto. La religión “oficial” siempre trata de instalar un modelo de cómo deben ser las cosas, no importa que se privilegie la apariencia. Al propio Jesús le toco vivir esto, y no dudó en denunciarlo cuando llamó a los fariseos de “hipócritas”. Este término en el griego significa “máscara” y se refiere a la máscara que usaban los actores en el teatro griego, con la que ocultaban su verdadera identidad. Así, la verdadera identidad de los fariseos se escondía en acciones piadosas, que iban desde el orar en voz alta, para que todos los vieran; ayunar y que todos los supieran; diezmar, para que todos se enteraran. Y como dice Jesús: “Pero no obedecen las enseñanzas más importantes de la ley: ser justos con los demás, tratarlos con amor y obedecer a Dios en todo.” (Mateo 23:23b – TLA).

Lo que observó su medio hermano, Santiago, fue más dramático. En su comunidad de creyentes, empezaron a darles más créditos a quienes tenían una posición socioeconómica privilegiada. Pero el apóstol lo dejo clarito: “Creer en Dios el Padre es agradarlo y hacer el bien, ayudar a las viudas y a los huérfanos, y no dejarse vencer por la maldad del mundo” (Stgo. 1:27 -TLA)

Al final siempre es lo mismo. Se privilegia al de la mejor apariencia, como status de santidad. El niñito que va de terno gris y corbata con una megabiblia bajo el brazo, el que da lecciones sobre tres o cuatro reglas de moral, el director de alabanza que repite el estribillo hartas veces, el predicador que predica más largo y gritado, el que luce un reloj y terno topísimo porque ha sido prosperado y suma y sigue…

No sacamos nada con aparentar que vivimos una vida diferente para Dios, si de verdad no dedicamos todo lo que somos a Jesús. Es mejor vestirse con el ropaje auténtico de quienes somos, vistiéndonos con actos de servicio y gestos amables para los demás…si es de eso de lo que se agrada Dios.